Sucedió hace poco menos de un década, en 2013. Fue un gol que Occidente y la élite de el fútbol ya no tienen muy presente. Pero se gritó por todo África y se recuerda (del latín re-cordis, volver a pasar por el corazón) en Marruecos y la República Centroafricana como si hubiera acontecido ayer. Se jugaban las seminales del Mundial de Clubes. El Raja Casablanca (clasificado por ser el campeón de la liga marroquí, la del país organizador, ahora conocida como Botola Pro 1) debía enfrentar al inevitable candidato a llegar a la final contra el Bayern Münich de Pep Guardiola: el Atlético Mineiro en el que deslumbraba Ronaldinho.
Pero hubo sorpresa: el equipo local se impuso 3-1 se convirtió en el tercero de Africa en llegar a una final de una competición de la FIFA. Los otros dos: el seleccionado de Camerún en la Copa de las Confederaciones 2003 (la de la tragedia de Marc Vivien Foe, que murió en el campo de juego durante el encuentro ante Colombia) y el TP Mazembe de la República Democrática del Congo, que cayó en la final ante el Inter de Milan, de Diego Milito y Javier Zanetti, del Mundial de Clubes de 2010.
La escena memorable de aquel 11 de diciembre: Mabidé corre después de ese gol que no olvidará. Se golpea el pecho. Luce orgulloso. Grita como si no le importara quedarse sin voz. Agradece al cielo durante ese instante breve que le pertenece. No hace falta estar adentro de él para entender lo que está pensando: no tan lejos de ese estadio de Marrakech, su familia padece las hostilidades de un territorio nacido y criado entre desamparos, la República Centroafricana. Su gol es una garantía de felicidad y un asombro: el Raja Casablanca elimina al Atlético Mineiro. Allá, en su tierra, el mundo parece caerse a pedazos sobre las cabezas de sus compatriotas.
El gol le permite otro grito, que comunica en voz baja, tras el partido: “La situación de mi familia es crítica. Están dispersados, pero dejo todo en las manos de Dios. Mis padres están en un campo de refugiados en Bangui. Tengo contacto con ellos y con mi cuñado. Es Dios el que decide que pase esto, pero yo deseo al pueblo centroafricano la paz. Mis padres están lejos. Es difícil. No puedo explicarlo, pero me hace mal. Dejo todo en las manos de Dios”. El día en el que Mabidé se hizo visible ante los ojos del planeta decidió contar ese dolor que llega desde lejos. El gol más importante de su historia, de entonces 25 años, había quedado como la perfecta excusa a tal efecto. Malas noticias: nada cambió desde entonces en su país: República Centroafricana se ubica en el penúltimo puesto (el 188) en cuanto al Indice de Desarrollo Humano de ONU.
La agencia AFP, desde el lugar de los hechos, ofrecía en las palabras de este mediocampista que, con el número 24 en su espalda, se había convertido en el arma secreta de su equipo: “Por el momento, en mi país, en la República Centroafricana, hay muchos problemas. Los inocentes pierden su vida y eso me pone muy triste. Yo me sacrifico por Raja, es mi trabajo, pese a todas las inquietudes que tengo por mis padres y mi familia”. Se percibe aunque no lo dice: un enorme dolor en el alma lo habita en cada partido. La derrota en la final del Mundial de Clubes ante el Bayern Munich resulta una módica anécdota.
Mabidé -que juega ahora en el Chabab Atlas Khénifra, de la periferia marroquí, tras estar inactivo durante la pandemia- cada vez que puede se refiere a su país en conflicto, el que cobijó su nacimiento y su infancia: “Mi familia se queja, ya que han partido todos al bosque. Me dicen que no están en la mejor situación, pero rezan por mí para que todo vaya bien. Sé que todo el pueblo centroafricano estará contento. Es verdaderamente el pueblo centroafricano el que juega el Mundial conmigo y quiero agradecerle su apoyo. Hace falta que vuelva la paz un día“. Dice “paz”, repite “paz”, quiere “paz”. Su mensaje es como un grito que aquel gol permitió.
Mabidé y su país roto
Pero no hay caso: se trata de un país roto. Está herido desde los tiempos coloniales, cuando Francia disponía de sus recursos y decidía sobre su gente. Aquellos días en los que este espacio tenía otro nombre, Ubangui Chari. Dictadores al amparo de gobiernos extranjeros, una constitución frecuentemente maltratada, golpes de estado sobre golpes de estado pusieron a este país en el abismo. Las principales causas de mortalidad también cuentan de qué se trata: paludismo, diarrea, anemia, neumonía.
A ese escenario dolorosamente tradicional, se sumó en aquel 2013 que finalizó con la alegría de Mabidé otra tragedia: una coalición rebelde de mayoría musulmana, los Seleka, derrocó al presidente Francois Bozizé. La violencia entre cristianos y musulmanes se transformó en una cuestión cotidiana. Al territorio llegaron fuerzas externas en nombre de evitar masacres. La africana MISCA brindó 3.200 efectivos; Francia -aquel colonizador-envió 1.600 soldados. La violencia continúa. Mientras nadie puede explicar por qué en un país tan rico en oro y diamantes, con petróleo en sus raíces, sólo le da pobres a su tierra maltrecha.
Ser futbolista en un lugar así es una ventana abierta. Del otro lado hay un largo camino que no siempre (o casi nunca) conduce al paraíso. La mayoría de los desenlaces -tan anónimos, tan desconocidos- ofrecen infiernos. Eto’o, Drogba, Okocha, Yaya Touré, Essien y Kanu son excepciones; no espejos del fenómeno. Lo muestra, con la crudeza de las historias que lastiman, la película Catorce kilómetros, del español Gerardo Olivares. Allí se retrata lo que habitualmente acontece con las ilusiones de fútbol en los rincones profundos de Africa: chicos que caminan la adolescencia deben recorrer el Sahara con sus pies y con su cuerpo en nombre de llegar a esas pateras que invitan a la fantasía de acceder a Europa. Y a su fútbol.
Ese es el principio del camino. Después llegan los representantes y las restricciones por falta de documentación. Luego ellos deben jugar muy bien para no ser deportados. Marruecos -rico entre pobres; participante del próximo Mundial- es una escala intermedia. Hasta allí llegó Mabidé, el del gol, el del grito, el que a la distancia abraza a su familia de refugiados.