El engranaje de esta maravillosa historia de amor funcionó a los tumbos y con intervalos desde el comienzo. Cuando, al fin, todo parecía rodar amablemente, se averió y terminó por evaporarse en pocos meses. Boda, hijos, vacaciones y proyectos, deseos construidos con el volátil material de los sueños, se diluyeron sin que ellos nada pudiesen hacer para evitarlo.
Andrés Pescuno (39) es el único entrevistado posible para homenajear a esta pareja donde el amor se relata conjugando los verbos en tiempo pasado. Él todavía está duelando su relación, pero se permite disfrutar de los recuerdos. Están tibios aún y la imagen de Cécile Staub permanece en los objetos que lo rodean. Sobre todo, en la cafetera francesa que lo mira cada mañana desde la mesada de la cocina de su departamento en el barrio de Palermo.
Es la historia de un amor inconcluso, no por la falta de cariño o de pasión, sino por las circunstancias impiadosas que les tocó atravesar.
El engranaje amoroso entró en boxes, pero no logró salir de nuevo a la pista.
Quién era Andrés, quién era Cécile
Antes de intentar rearmar esta triste crónica de amor, conozcamos un poco más a cada uno de los protagonistas. Andrés Pescuno nació el Día del Trabajador en 1983 en el barrio de La Paternal, en Buenos Aires. Su madre María Dolores, hoy jubilada, era maestra; su padre Guillermo, corredor de libros y su hermana mayor, Priscila, hoy tiene 41 años y es psicóloga.
Andrés terminó el secundario en el colegio Pellegrini y, luego, estudió Administración de Empresas en la Universidad de Buenos Aires. A los 23 años, con su amigo del jardín de infantes, Guido, y con otro chico llamado Federico, decidieron independizarse. En septiembre del año 2006 los tres alquilaron juntos una casa en Boedo. Como era enorme y tenían libres dos cuartos decidieron que sería un buen negocio subalquilarlos a otros estudiantes. Dos chicas francesas, Antine y Cécile, que no se conocían entre ellas, fueron quienes terminaron viviendo ahí.
Cécile Staub, también tenía 23 años como Andrés, y había nacido el 19 de julio de 1983. Hacía seis meses que vivía en Buenos Aires debido a un intercambio universitario: cursaba derecho en la Universidad de Belgrano. Cécile, que siempre había residido en París, pertenecía a una tradicional familia francesa. Su padre Vincent había trabajado en Renault toda la vida y tenía tres hermanos mayores: una mujer y dos varones.
El primer encuentro entre ellos fue en la puerta de esa casa de Boedo, sobre la calle Castro Barros. Andrés lo relata de la siguiente manera: “Yo era el encargado de mostrar las habitaciones. La primera vez que nos encontramos fue cuando vino a ver el lugar. Llegué tarde y la encontré esperando en la puerta. La primera impresión fue que era una chica muy linda. La segunda, que era rápida y tenía sentido del humor. Había captado muy bien la onda del país. Era graciosa, irónica, tenía chispa. Sabía lo que era un bodegón, tomaba mate y había comprendido al toque los códigos argentinos. El primer cuatrimestre ella había vivido en una casa en el barrio de Palermo con otros extranjeros, pero quería tener una experiencia más local, convivir con argentinos. Ahí es donde aparecemos nosotros y la casa de Boedo. Estábamos los dos solteros y pegamos onda enseguida. Vivíamos en la misma casa, yo era discreto y no le decía nada a mis amigos, pero nos gustábamos”.
El primer beso
Cuando Cécile empezó a vivir en esa casa de cinco, venía de terminar una relación con un chico español.
Con Andrés se gustaron desde el día uno, pero hasta que llegó el primer beso pasó un mes.
Fue una tarde, a comienzos de febrero del año 2007, mientras estaban comiendo helado sentados en el sillón del living que Andrés tomó la iniciativa y le estampó un beso. Ese día nació una relación intensa y, poco tiempo después, se pusieron formalmente de novios.
“Era una muy linda historia, pero tenía fecha de caducidad porque en julio de 2007 Cécile tenía que volver a París para seguir estudiando en su universidad”, aclara Andrés. Disfrutaron de lo que sentían sabiendo que en las vacaciones de invierno sobrevendría la separación.
“Ese año nevó el 9 de julio en Buenos Aires. Fuimos a un barcito y vimos la nieve… Ella cumplió 24 años el 19 de julio y una semana después volvió a París. Yo la acompañé hasta el aeropuerto de Ezeiza”, relata con nostalgia Andrés.
La despedida no fue dramática porque era temporal: Andrés ya se había armado un viaje a Italia para agosto. No había estado nunca en Europa y sería una buena excusa para volverse a ver. Aunque reconoce que “igual siempre estaba el fantasma de que vivíamos en dos países distantes. Cada vez que hablamos del tema no le veíamos la solución porque cada uno quería seguir con sus estudios en su propio país”, admite.
Capítulo italo-fránces
En agosto Andrés viajó y se reencontraron en Florencia, Italia. La fue a esperar a la estación de tren, ella venía desde Milán a dónde había llegado por avión.
Viajaron juntos a Pisa y por la región de la Toscana.
Sin embargo, “el vínculo estaba medio flojo porque no le encontrábamos la vuelta a nuestra historia. No podíamos alinear los caminos. Había amor, pero no sabíamos qué hacer con los sentimientos. Ella no iba a dejar su facultad para ir a Buenos Aires, ni yo pensaba cambiar mi vida en mi ciudad. Éramos muy chicos para decisiones tan importantes. Unos días después, Cécile tuvo que volver a París y yo me quedé viajando un poco más por Italia. Al final del viaje decidí ir a París. Sentía que tenía que hacer un esfuerzo más y verla. Le avisé recién cuando llegué. Cécile vivía con sus padres. La cité en la Tour Eiffel y a ella le pareció muy rara la invitación. No sé, es como que acá alguien te cite en el Obelisco. Pero bueno, fue… La vi solo esa vez y nos pasamos hablando y caminando toda la noche. El paseo era como un paralelismo con nuestra historia, nos dábamos cuenta de que estábamos caminando y caminando sin camino… A las tres de la mañana nos despedimos sin llantos en la Place de la Concorde. Era el 4 de octubre de 2007. Nadie dejaba a nadie, no había corazones rotos. Veníamos masticándolo hacía tiempo y no le hallábamos una solución”.
Dos días después Andrés volvió a Buenos Aires. Las dos primeras etapas de este amor habían culminado.
Separados por doce mil kilómetros
Andrés volvió a su ciudad, a su casa de Boedo y a su vida. Eran tiempos donde las redes sociales no eran las de hoy. El WhatsApp, tampoco. El contacto entre ellos, después de un par de mails insípidos para Navidad, se perdió definitivamente.
Hubo silencio total durante una década.
Andrés terminó su carrera. Tuvo dos novias. Se mudó a vivir solo a un departamento en el mismo barrio.
Así fue hasta que llegó el año 2017. Andrés andaba soltero y su memoria lo asaltó el 4 de octubre: esa fecha diez, años antes, había estado caminando y cavilando por las calles de París con Cécile. ¿Qué habría sido de ella? ¿Se habría recibido? ¿Viviría en esa ciudad todavía? ¿Estaría casada y con hijos? Quería saber.
“No sabía su estado civil, nada… era muy probable que ya tuviera hijos. ¡Teníamos 34 años! Le escribí un mail y le puse algo así: Hola! Hoy me desperté y me acordé de que en esta fecha se cumplen diez años de nuestra despedida en París. Este mail no tiene la intención de cambiar los diez años de silencio simplemente me acordé de vos, te mando saludos. Eran frases tranqui, sin intenciones obvias”.
Cécile le respondió noventa días después.
“¡Se tomó tres meses! Me puso que, a veces, se acordaba de mí con cariño y que había sido lindo recibir el mail. Algo tibio, a la distancia. Le respondí un mes después. Ella me contestó. Me enteré que seguía soltera. La conversación comenzó a fluir. Yo ya estaba trabajando en turismo con estudiantes extranjeros. Un día le conté que estaba estudiando francés en la Alianza Francesa y había averiguado para hacer un curso intensivo de un par de semanas en Francia. La Alianza Francesa me propuso un curso en Toulouse, alojándome en una casa de familia. Le conté a Cécile y me dijo que ella no conocía Toulouse y que le gustaría ir a visitarme un fin de semana”.
Habría reencuentro.
Capítulo Toulouse
El 1 de junio de 2018 Andrés viajó a Toulouse, Francia. Empezó a cursar francés y el primer fin de semana, más precisamente el viernes 8 de junio, se reencontró con Cécile en la estación de trenes de la ciudad.
Como Andrés se estaba quedando en la casa de una familia, optaron por alquilar un departamento por Airbnb en Albi, el pueblito donde nació el pintor Henri Toulouse-Lautrec.
Volvieron los besos, los abrazos, la pasión. Aquello que habían experimentado diez años atrás había regresado con la misma fuerza.
“Cécile me reconoció que ella había tenido miedo de que en todos esos años yo me hubiese convertido en otra persona, que fuera un boludo… pero no. Éramos los mismos. Para mí fue muy fuerte: no era algo nuevo, era un verdadero reencuentro. Pero seguíamos estancados en el tema de siempre: vivíamos en dos países y sin querer cambiar de lugar. Al siguiente fin de semana me fui con ella a pasar tres días a París antes de volver a Buenos Aires. Me instalé en su departamento. El día que me iba, la despedida fue en la estación de subte. Cécile se iba a trabajar y yo al aeropuerto. Tampoco hubo dramatismo esta vez. Sentíamos que había sido lindo vernos, pero seguíamos sin tener respuestas”.
Aeropuertos, terminales y estaciones de subte o tren eran lo suyo. Pero una vez que aterrizó en Buenos Aires, Andrés se dio cuenta de que tendrían que hacer algo con eso tan especial que sentían. No debían estancarse en la indecisión.
“Seguimos chateando, teníamos que hacer algo. Justo Cécile estaba queriendo un cambio en su vida. Había tenido una convivencia con un novio que no había funcionado y estaba buscando un giro laboral. Llevaba nueve años trabajando como abogada en un estudio jurídico. Estaba cansada. Ya éramos más grandes, estábamos maduros y lo que sentíamos valía la pena. Nos dijimos: probemos haciendo algunos viajes y después podemos tomar una decisión. Vimos que una opción podía ser que ella se mudara a Buenos Aires. En agosto de 2018 Cécile vino de visita por una semana. Se quedó en casa y conoció a mi familia. Estábamos comprometidos en un vínculo serio. Volvió a París con esa idea: si funcionaba se vendría. En noviembre de 2018 volé a Madrid y nos encontramos en el aeropuerto de Barajas. Hicimos un viaje por Andalucía de veinte días y terminamos en París donde me presentó a sus padres. Nos pusimos formalmente de novios otra vez. Cécile empezó a organizar su partida de Francia. En enero de 2019 vino de vacaciones a Buenos Aires y nos fuimos unos días a la playa, a Mar de las Pampas. Quedó decidido: ella volvía a Francia, renunciaba a su estudio legal y desarmaba el departamento de París para trasladarse para acá”.
Decisión tomada. ¡Por fin!
Capítulo argentino
El 29 de abril de 2019 Cécile llegó para instalarse definitivamente en la Argentina.
“Fue una etapa genial. Yo nunca había convivido con una pareja. Fue descubrir un mundo nuevo, lindo. En septiembre viajamos a Francia para el casamiento de un amigo de ella. Al tiempo empezamos a hablar de casarnos y de tener hijos”.
A fines de 2019 tuvieron una pésima noticia: al papá de Cécile le habían detectado cáncer de hígado. Cécile estaba preocupada, pero de todas formas se tomaron las vacaciones que tenían previstas en Brasil en enero de 2020. Apenas comenzado el mes de marzo los hermanos de Cécile la llamaron: su padre estaba en terapia intensiva. Estaba grave y podía no salir de esta.
Cécile no dudó y sacó un pasaje. El 6 de marzo se subió a un avión para ir a despedir a su padre.
Las cosas sucedieron vertiginosamente por esos días. Vincent sorprendió a todos y mejoró lo suficiente como para volver a su casa. Esto ocurrió justo cuando el mundo entró en pausa: se había decretado la pandemia por Coronavirus. Se cerraron las fronteras y los aviones quedaron estacionados en tierra. Cuarentena. La palabra que alguna vez habíamos leído en los libros de historia y escuchado mencionar a nuestros abuelos, tomaba cuerpo y se hacía realidad en el mundo moderno.
“La verdad es que en ese momento le restamos dramatismo. Nos dijimos, esto ya se va a resolver en unas semanas, en el peor de los casos, en un mes. Estaba en la casa de sus padres y hablábamos todos los días”.
Pandemia y un diagnóstico aterrador
Cécile le había dicho a Andrés, antes de irse, que no quería seguir viviendo en Boedo, que tenía ganas de mudarse a la zona de Palermo. Por eso, cuando por esos días surgió la oportunidad de alquilar un departamento en la calle Julián Álvarez, Andrés se lo mostró a Cécile en una videollamada. A ella le gustó. Era una oportunidad, no iban a esperar a que Cécile volviera. Así que Andrés tuvo que llenar cajas con sus cosas y realizar solo la mudanza a fines de marzo.
“La cuestión fue que la cosa empezó a extenderse. La cuarentena y el desconcierto siguieron. A todo esto Cécile empezó con un dolor en un costado de su espalda. Fue al médico y le mandaron a hacer una resonancia”, cuenta Andrés. Ella se lo dijo por teléfono, fue un baldazo de agua fría: tenía un tumor en un riñón y se lo tenían que sacar inmediatamente. La operaron tres días después: el 26 de abril de 2020. Todo salió bien dijeron los médicos, solo tendría que ocuparse de recuperarse. Le dijeron que, generalmente, estas cosas sacadas a tiempo tienen buen pronóstico. O eso entendieron. No había nada que temer.
“Yo estaba acá, ella allá, con un postoperatorio que sería de unos dos meses. Además, le tenían que hacer controles cada tres meses para controlar que el cáncer no volviera. Como tengo pasaporte italiano empecé a buscar vuelos que tuvieran cupo para pasajeros… Había muchas restricciones en ese momento. Se me ocurrió que KLM era una línea que tendría cupo disponible porque no habría tantos holandeses que repatriar desde Argentina. Acerté y después de mucho buscar conseguí un ticket a Amsterdam para fines de mayo. Pero era complicadísimo entrar a Francia y tuvimos que hacer mil piruetas. Los padres de Céline escribieron una nota diciendo que yo vivía con ellos en Francia. Todo era muy enredado, pero encontré la manera de llegar. Me ayudó mucho trabajar en turismo”, dice.
“Llegué a Tours, donde la familia tiene una casa de veraneo con jardín. Cécile estaba allí pasando su post operatorio. Nos quedamos un buen tiempo juntos en esa casa y, después, fuimos con su familia a Carnac, en la bretaña, una región donde los padres habían alquilado una casa para pasar los meses de calor europeos. Fue un verano idílico, en una casa de piedra de película. La pasamos muy bien. Los aperitivos eran con quesos espectaculares, un hermano de Cécile traía buenos vinos para probar, todo era un sueño y ella se recuperaba día a día. Si bien su papá seguía enfermo y estaba en la casa, la estaba luchando. Cécile empezó con actividad física y hacia el final del verano comenzó a jugar al tenis. Las cosas volvían a la normalidad. Como en Argentina seguía todo cerrado, no teníamos ningún apuro para volver. Pasado el verano, unos tíos de Cécile nos prestaron un departamento que estaba vacío en París. Tenía mis ahorros, teníamos techo y cocinábamos mucho. De esta manera esperábamos el momento justo para volver a Buenos Aires. Pero en octubre a Cécile le volvieron las molestias. Me dijo que había vuelto a sentir el mismo dolor de antes, en el costado operado. Era preocupante”.
Fue al médico que le mandó un nuevo escaneo. El resultado fue otro golpazo: tenía otro tumor en la misma zona. Era metástasis. Le dijeron que tenía que empezar un tratamiento. Era el mes de noviembre de 2020. Cécile tranquilizaba a todos, les prometía que ya se pondría bien.
La despedida final
En enero del año 2021 la salud de Cécile empeoró notablemente. Los médicos les anunciaron que el tratamiento no estaba funcionando y le empezaron a suministrar pastillas. Esta es la parte de la historia en la que Andrés se retrae. Se vuelve breve y conciso.
“Fueron tres meses de declive total. Era ver que no funcionaba… La caída fue horrible. Cada vez estaba peor. Un mes antes de que ocurriera yo había empezado a darme cuenta de que Cécile se moría. Que no zafaba. La familia estaba muy presente. Murió el 14 de abril en el Hospital Pompidou. Tenía 38 años. Lo increíble es que su padre, al que ella había ido a despedir en marzo de 2020, murió un mes después que ella, en mayo del 2021. La madre de Cécile, Brigitte, falleció también de cáncer en mayo de este año”.
De la muerte, Andrés y Cécile, no hablaron nunca. Una vez, como al pasar, ella le dijo que si le ocurría algo quería ser enterrada en la zona de Bretaña.
“No hubo una conversación seria. Siempre las charlas eran tirar para adelante y ella era muy positiva. Me decía siempre: ‘Vas a ver que voy a estar mejor’. De hecho, dos días antes de morir, quería llevar al sanatorio una heladerita para poner sus yogures. Yo estaba ahí cuando ella murió…”, expresa sin detalles.
La familia se encargó de la ceremonia. Una misa frente al féretro, la gente en la Iglesia hablando de ella con un micrófono, canciones y un Padre Nuestro. Fue enterrada en el cementerio de Bretaña.
Andrés se encontró solo frente a su pena. Quería evitar volver a la Argentina. Todavía estaba todo demasiado cerrado por la pandemia y se venía el invierno. No quería estar triste y atrapado en un departamento. Se fue a hacer el duelo a Italia. Una amiga argentina que vive en Torino lo bancó y se fue a transitar el duelo a Italia. “Estuve tres meses ahí. Era mejor plan que estar encerrado en Buenos Aires con frío”, asegura.
Regresar solo, con la tristeza de lo imposible
Andrés volvió a su país el 3 de agosto de 2021. Le tocaba enfrentar la soledad en el día a día.
“Tuve que desarmar las cajas con la ropa de Cécile y sus objetos. Vivo rodeado de sus cosas. Muchas son de cocina y las utilizo cotidianamente. La cafetera, por ejemplo. No sé cómo estoy, pero no estoy menos triste. La sobrellevo. Puedo reírme y estar con amigos, pero la tristeza está. No sé como funciona esto del duelo. Yo había tenido novias, pero nunca había tenido la sensación de un amor pleno, de querer casarme y de tener hijos. En la segunda etapa con Cecile quería todo eso. No me enoja la situación, pero digo ¡¡que mala suerte!! ¿No? Más cuando escucho tantos casos de gente que tuvo un tumor en el riñón y se recuperó”.
A la pregunta sobre qué hace con su dolor responde hurgando en sus sentimientos:
“Y… ¿qué se hace con el dolor? ¿Qué se hace? No se puede hacer nada más que tocarlo, palparlo, vivirlo. No hay nada que alivie. Pero estoy bien, qué sé yo, el dolor y la alegría conviven”.
Imposible no pensar en el libro La soledad era esto, de Juan José Millás, donde el personaje desgrana sensaciones únicas frente a la muerte y la soledad.
Para Andrés el mejor homenaje que puede hacerle a Cécile es hablar de ella, mantener vivo los lindos momentos: “Conocernos, la enfermedad… Nuestra historia fue como buena y mala suerte al mismo tiempo. La recuerdo cada día. Todas las mañanas me pregunto por esa vida que planificamos. Todos los días lamento que no esté. Todo el tiempo me acuerdo de la vida que íbamos a tener y no tuvimos. De hecho, este depto tiene una habitación que iba a ser para nuestros hijos. Lo más difícil de este tipo de finales es que todo queda en una hipótesis: que hubiese pasado si…, qué hubiera cambiado si… Es un ejercicio que sé que no debo hacer, pero como un niño que vuelve al enchufe, recaigo en ese juego que tiene un resultado imposible. Ni bueno, ni malo, propiamente imposible. Que es seguramente el peor de los finales y el más difícil de aceptar”.
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