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Cómo se construyó la noche mágica en que Boca puso de rodillas al Real Madrid

El partido duró 6 minutos. Un toque de zurda, un zurdazo pleno. En una de las últimas filas de butacas del eterno anillo del estadio Nacional de Tokio no habíamos terminado de ordenar las anotaciones en nuestras libretas que Martín Palermo ya había contado el final de la historia. Él, otra vez, ya nos había definido la figura y a 18.376,34 kilómetros de Buenos Aires les avisaba a los editores que arrancaran nomás con la edición especial, con los suplementos, con la revista del campeón.

Ni siquiera otro zurdazo, esa cachetada suave con viento a favor de Roberto Carlos a los 12 minutos de juego, alteraría esa imposición del “Loco”. El destino estaba marcado. Hace 20 años. Ese Boca-Real Madrid toma valor y peso con el paso del tiempo. Ya era moneda de oro en ese momento, sin dudas. Fueron diez días en la vida, de ellos, del plantel y su intimidad, de los hinchas que fueron llegando hasta ser miles, siete miles u ocho miles, y de los que fuimos para contar desde allá y seguir contando también acá.

Incluso dos décadas después.

Boca le metió dos a Talleres en la Bombonera (Riquelme-Delgado) y voló para Japón. Dejaba el Apertura 2000 casi sellado. Acá, antes de salir, Palermo era tapa y decía “nunca estuve loco” y se estiraba los ojos poniendo carita de japonés. El equipo se iba con una duda que hoy sería viral y trending topic: Guillermo o Chelo. El Melli había tenido un ingreso para la ovación días antes, en el 3-3 con Rosario Central, con gol incluido y pase a Palermo. Y ya estaba en la bandera, claro. Pero lo del ex Racing era muy intenso: tres goles en los últimos seis juegos. Letal.

Hubo protocolo también. Boca viajó vía Fráncfort previa escala en San Pablo y otro tema del momento fue el dispositivo para ir acomodando la diferencia horaria. Para estar en línea con el ritmo asiático, a una hora por día, se necesitaban 12 jornadas para romper el jet lag. La delegación partió a las 18.20 hacia Japón en el vuelo 941 de Varig. Desde el despegue mismo, el cuerpo médico cerró la burbuja. La clave era que los jugadores “sintieran” que ya estaban en la mañana japonesa. Nos los dejaron dormir, les mantuvieron las luces encendidas, les modificaron los horarios de las comidas y les forzaron el sueño recién cuando en Tokio caía la noche, aunque faltasen horas y horas de vuelo.

Palermo ya saca el zurdazo cruzado para el segundo gol de Boca. Foto: Sebastián Alonso.

Palermo ya saca el zurdazo cruzado para el segundo gol de Boca. Foto: Sebastián Alonso.

Allá esperaba el Keio Plaza Hotel, una mole de 47 pisos partida en dos torres. Boca estaba predestinado a volar alto: el plantel copó el piso 37 (Bianchi, habitación 3711) y el salón restaurante era el 44. Los periodistas (cronistas y fotógrafos), a la otra torre. Nobleza obliga: como en Casa Amarilla o en cualquier viaje de Copa Libertadores, apertura total con el plantel. El Virrey no hacía prácticas a puertas cerradas. Incluso se podía ver y percibir allí mismo, tras cada cena o desayuno, cómo el grupo tenía sus afinidades divididas. Román, Chelo, Traverso, Ibarra, Pandolfi… tenían sus charlas. Palermo, los Mellizos, Barijho, Abbondanzieri… tenían otros temas. Los colombianos hacían la suya. Pepe Basualdo, a sus 37, estaba más allá de todo.

El primer entrenamiento fue en las canchas del club Kawasaki, en el predio de Yomiuri Land, un parque de diversiones espectacular. Una enorme montaña rusa iluminaba de fondo. Fue a la tarde, pero ya de noche. Almorzabas, tomabas un café y ya se veían las estrellas. Así era y así es Tokio en noviembre. Otras prácticas fueron en el Nishigaoka, un estadio pequeño en medio del barrio Kita. Y por último, cuando tres días antes de la final se le dio inicio oficial al evento organizado por UEFA y Conmebol, los entrenamientos se mudaron al complejo Tama, una hermosa cancha con pista de atletismo pero sin tribunas, rodeada de un parque interminable y multicolor.

El plantel campeón a pleno tras recibir los dos trofeos. La Copa Intercontinental y la Copa Toyota. Foto: Sebastián Alonso.

El plantel campeón a pleno tras recibir los dos trofeos. La Copa Intercontinental y la Copa Toyota. Foto: Sebastián Alonso.

Tama fue realmente el lugar donde todo se definió. Ya se había dado esa famosa charla entre Bianchi y Palermo, la sugerencia del goleador para compartir dupla con su socio Guillermo y la respuesta en código de Virrey: “Si pongo a Guillermo ya sabés quién sale… pero Delgado es titular”. Palabras más, palabras menos. O sea que aquella duda que nació en La Boca y cruzó medio mundo ya estaba resuelta. Pero aparecía otra. ¿Quién marca a Luis Figo?

“Lucho” era Balón de Oro, el premio de France Football (sí, de los que Leo Messi tiene seis) al mejor jugador del planeta. Por esas horas se sumaba como uno de los “Galácticos” del Madrid, que ya tenía a Roberto Carlos, a un muy joven Iker Casillas, a los veteranos Fernando Hierro y Aitor Karanka. De yapa en el banco estaba Vicente del Bosque.

Pero el factor clave era el portugués. ¿Cómo lo parabas? Tras ganar la Libertadores de ese año, Boca había vendido a Rodolfo Arruabarrena al Villarreal y su reemplazo era Daniel Fagiani, ex Newell’s. Zurdo, buena pegada, aunque sin el rigor en la marca que tenía el “Vasco”. Se acercaba la final y el nuevo lateral izquierdo no estaba en buen nivel.

Ese movimiento estratégico fue sin dudas el más efectivo del Virrey. Bianchi mostró las cartas a dos días de la final. Ese domingo 26, la bruma mañanera se dispersó rápido en la cancha de Tama. Pecheras verdes para los titulares. Pato, Ibarra, Patrón, ¿Traverso de 6 y Matellán de 3? “Mate” venía jugando de segundo central (“El reemplazo de Walter Samuel va a ser Samuel”, había anunciado Bianchi, pillo, cuando el “Muro” emigró e Europa). Claro, Matellán se llama Aníbal Samuel. Pero ese día lo tiro al lateral y Traverso dejo su lugar de volante y fue de 2.

La movida arrastró otra sorpresa. O no tanto. Basualdo titular. “Pepe” había murmurado en confianza, antes de volar a Japón: “Yo juego la final”. Y sí, Bianchi lo tenía ya como un jugador de rol, clave, mental, estratega. El 11 estaba definido entonces. Pero… minutos antes del cierre de la práctica, otro cambio: Fagiani por Matellán. ¿Qué? “Mate” empieza a correr por la pista de atletismo, lo acompaña el doctor Jorge Batista. Había que chequear, algo pasaba. Juego de señas cómplices con algunos cronistas, pulgar hacia arriba y ahí sí, duda descartada y equipo confirmado. Matellán iba a marcar a Figo.

Riquelme saca a pasear a Makelele. Foto: Sebastián Alonso

Riquelme saca a pasear a Makelele. Foto: Sebastián Alonso

Ese dia tuvo otra noticia de peso, pero en los alrededores del Keio Plaza Hotel. Un colega aparece en la habitación, ya montada como símil redacción, y avisa: “Che, llegó La 12. Miren por la ventana”. Allá abajo, a 20 pisos de distancia, por una calle que desembocaba en el acceso del hotel, una bandera xeneize parecía bambolearse sola. La zamarreaban los hinchas “caracterizados”, claro. Esa misma noche, un paseo por Roppongi, la zona de bares y boliches de Tokio, confirmó la presencia de los muchachos. “En una villa nació, fue deseo de Dios…”, se empezó a escuchar desde uno de los bares. La hinchada se había instalado.

A la mañana siguiente, el hall del hotel era todo azul y oro. Los japoneses, silenciosos en los días previos, comenzaron a revolear los brazos indicando las salidas del salón principal. No había caso. El “dale Bo, dale Bo…” ya se iba a quedar hasta incluso después del 2-1 final. Un resultado que también se había alimentado de alguna cábala (o “sanas costumbres”, como las llamaba el Virrey). Por ejemplo el paseo en subte del cuerpo técnico (Ischia, Santella, entre otros), como en la previa al Vélez-Milan de 1994.

Chipi Barijho y Guillermo Barros Schelotto dan la vuelta olímpica. Foto: Sebastián Alonso.

Chipi Barijho y Guillermo Barros Schelotto dan la vuelta olímpica. Foto: Sebastián Alonso.

Y un día iba a llegar la final. Ese martes, muy temprano en Argentina, tardecita en Japón, hacía tanto frío o más que los días anteriores. Haberse guardado el camperón que regaló la organización del partido fue la mejor decisión (algunos los habían canjeado por camisetas del Real, la referencia es para periodistas, se entiende). En esa previa, un mano a mano con Figo fue el plus que podría describir en modo autorreferencial. Era el “Balón de Oro”. Auriculares, bien grandes, paso lento, mirada lejana. No muy amigable, parecía. De este lado, un par de gestos como para cruzar unas palabras. A punto de hacerle la cruz, el portugués vuelve, una palmada en el hombre y el inicio del diálogo. “Sí, hola, ¿qué necesitáis?”, en un portuñol a lo Cristiano Ronaldo, para darse una idea. “¿Qué estás escuchando?”. Se saca los auriculares y se relaja. “Soul, es mi música preferida. Vamos a sentarnos ahí (indica un banco de suplentes), qué frío, ¿no?”. La transmisión internacional capta la escena. Era el “Balón de Oro”.

Un par de frases más y suelta su asombro. “¿Cuántos kilómetros viajaron, cuántos son? Esa gente es muy ruidosa. Es una hinchada espectacular”, sentencia, con la vista clavada en los miles de Boca que estaban en la cabecera más lejana y llevaban más de una hora alentando.

Y lo bien que habían hecho. El partido duró 6 minutos.

MFV

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