Hace un tiempo el césped parecía producirles alergia a los argentinos. La preparación para Wimbledon consistía en pasar un puñado de días en el club Hurlingham y los tenistas jugaban allí en algo parecido al césped ya que el invierno bonaerense -lógicamente-arruinaba sus canchas. Hasta que en 2002, David Nalbandian protagonizó la final del torneo más importante del mundo sin haber pisado jamás el pasto como profesional e, incluso, sin haber jugado siquiera en la cancha central del All England hasta aquel partido decisivo con el australiano Lleyton Hewitt. Más allá de su tremendo talento para actuar en cualquier superficie, el cordobés pareció decirles a sus compatriotas con aquella histórica actuación que el césped no era un cuco y que sólo había que animarse.
Claro que para encarar los desafíos hay que, en principio, aceptarlos. Y para ello hay que competir en pasto. Suena simple en la teoría. Pero no lo es en la práctica, según parece.
Por el año olímpico hay una semana menos de adaptación del polvo de ladrillo al césped. Sin embargo, de los siete jugadores que entraron directamente a los cuadros principales de Wimbledon -ayer se sumó el santiagueño Marco Trungelliti desde la clasificación al imponerse sobre el neerlandés Van de Zandschulp- sólo Guido Pella (aún con tres derrotas, se anotó en Stuttgart, Halle y Mallorca) y Nadia Podoroska (este viernes jugará por los cuartos de final de Bad Homburg) jugaron torneos en pasto.
El resto, nada.
Aunque, es cierto, Diego Schwartzman, Federico Delbonis y Juan Ignacio Londero se entrenaron en esa superficie en los últimos días al tiempo que Federico Coria y Facundo Bagnis prefirieron jugar torneos challengers… pero en canchas lentas.