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Hasta hace poco, cada vez que Nerea se sacaba la remera y el corpiño frente a un espejo veía un cuerpo que no se parecía a los cuerpos de otras mujeres, al menos los que veía en las revistas y en la televisión. No era diferente sólo por las cicatrices del pecho: las lesiones que había sufrido aquel fatídico día de verano —cuando todavía era una nena— habían llegado hasta las glándulas mamarias por lo que su pecho era, más bien, plano: no tenía busto, tampoco pezones.
Nerea Zuk tiene ahora 28 años y hace poco encontró un modo de recuperar lo que sentía que le faltaba: las mamas, los pezones y las areolas mamarias. Sin embargo, detrás de esta última foto hay una larga historia de bullying, depresión e incluso de un intento de suicidio: una historia que empezó a cambiar cuando Nerea entendió que “el problema no eran mis cicatrices, yo no las había elegido y no podía hacer nada para cambiar lo que me había pasado. El problema era cómo yo me miraba a mí misma, porque siempre me había sentido un monstruo”, cuenta a Infobae.
Nerea atiende el teléfono en su casa, en Quilmes, el mismo lugar en el que ese 14 de febrero de 1998 sufrió el accidente que transformó su vida. Es la primera vez que cuenta su historia públicamente y recuerda a esa nena que fue como una nena inquieta, curiosa: una nena de barrio que estaba a punto de empezar primer grado y a la que le gustaba guardar en su mochilita cosas “de grandes” que encontraba en su casa.
“Me acuerdo que ese día mi mamá estaba cocinando y yo le pedí permiso para salir a jugar. En esa época era común que los chicos jugaran en la vereda y yo estaba siempre con unas nenas que vivían a tres casas de la mía. Como mi mamá ya estaba haciendo la comida me dijo ‘bueno, andá, pero volvé enseguida’”, arranca. Nerea agarró su mochila y salió: “Ahí guardaba todo lo que me llamaba la atención de los grandes. Entre otras cosas, tenía un encendedor, colillas de cigarrillos y un perfume que le había pedido a mi hermana que me regalara”.
Una de las vecinas propuso hacer una fogata cerca de un árbol enorme que había en la vereda y se pusieron a juntar ramitas. Nerea, en cambio, estaba fascinada con el perfume así que se quedó a un costado y se roció como lo hacían los adultos: muñecas, cuello, pecho.
“Lo poco que recuerdo es que la fogata no les prendía, así que les di el encendedor. Pero seguía sin prender. Yo sabía que el perfume tenía alcohol y que iba a servir para avivar el fuego, no sé cómo sabía eso porque tenía 6 años, y quise tirarle perfume. Pero cuando estiré la mano, el frasco explotó y me prendí fuego”.
La remera de Dibu que tenía puesta estaba en llamas pero Nerea no se dio cuenta. Corrió a su casa después de escuchar el estallido segura de que su mamá la iba a retar y tampoco cayó en la cuenta de que su mano derecha, donde había explotado el frasco, estaba en carne viva y que el fuego había trepado por los brazos, el cuello y el pecho: el camino que ella había trazado antes con el perfume.
“Entré en llamas y mi mamá, apenas me vio, me alzó a upa y me tiró a la Pelopincho que teníamos armada en el fondo. Me apagó pero la pileta tenía mucho cloro y eso me hizo peor”. Su mamá, que estaba embarazada, gritó para llamar al papá de Nerea y a sus tíos, que estaban trabajando en el taller del fondo. “Vinieron corriendo, me sacaron del agua y me envolvieron con frazadas y toallas. Otro error, porque todo eso se me quedó pegado a la piel”.
Fue en ese momento, todavía a upa de su papá, que Nerea se miró. Era muy chica para pensar lo que pensó: “La piel estaba destrozada. Me asusté tanto que pensé ‘nunca más me voy a volver a mirar al espejo’”, sigue. En estado crítico, la llevaron al Instituto del Quemado: “Ahí me salvaron la vida”.
Tenía la mitad del cuerpo quemado, había perdido mucha sangre, los músculos de la mano se habían contraído y pegado y “de casualidad no había perdido los dedos y la mano”. Pasó cinco meses internada alimentándose por sonda, recibiendo transfusiones y entrando al quirófano para intentar que los injertos de piel que le sacaban de las piernas ayudaran a sanar las partes quemadas.
No hubo uniforme ni foto del primer día de clases. Nerea cursó parte del primer grado en el hospital y en segundo grado aprendió a solas con una maestra que iba a su casa. “Yo quería ser una nena más, ir a la escuela, tener amigos. Pero cuando empecé a ir al colegio me encontré con un mundo completamente distinto a lo que había imaginado”.
Después del drama, el drama
Iba a cuarto grado cuando tuvo que sobrevivir por segunda vez, esta vez al bullying: “Era un hostigamiento permanente, yo era ‘el chorizo quemado’, ‘la quemada de mierda’. Me decían las cosas más horribles que había escuchado en mi vida. Lógicamente estuve siempre sola, aislada. No quería ni participar en clase para que no escucharan mi voz”.
El hostigamiento fue tan brutal que la pequeña Nerea se lo terminó creyendo: “Me veían como a un monstruo y yo me sentía un monstruo, claro. Lloraba todos los días. Me acuerdo que en la firma de los guardapolvos yo estaba ilusionada porque muchos me lo habían firmado. Cuando lo fui a leer todos habían puesto lo mismo: ‘chorizo quemado’, ‘quemada de mierda’. Eran finales de los 90, nadie hablaba de bullying y sí de “cosas de chicos” y ningún adulto en la escuela hizo nada para frenar la violencia.
Nerea empezó a usar polera hasta en verano y, aunque no había siquiera terminado la primaria, ya estaba agotada: “Sentía que todo lo que había pasado para sobrevivir había sido en vano. Pensaba ‘¿para qué me salvé?’, ‘¿para estar sola?’, ‘¿para que nadie me quiera?’”. Por fortuna se hizo una amiga en sexto grado, una chica que había sufrido la muerte de su mamá y a la que también acosaban con el mote de “la huérfana”.
Juntas aprendieron a defenderse y “su amistad me hizo dar cuenta de que había alguien en el mundo que podía ver más allá de mis cicatrices. Alguien que me valoraba a mí, mi amistad”. En séptimo grado, Nerea dijo su primer “basta” y empezó a usar remeras, a maquillarse, a pensar “bueno esto es lo que soy, si me quieren bien y sino lo siento”. Creyó, durante años, que ese había sido su punto de quiebre, pero el quiebre real sucedió varios años después, tras una muerte absolutamente inesperada y devastadora.
¿Quién te va a querer así?
Nerea no había visto a otras chicas desnudas y fue cuando comenzó la adolescencia y varias empezaron a usar corpiño que notó que lo hacían, entre otras cosas, para sostener el busto en crecimiento y cubrirse los pezones, dos partes del cuerpo que ella no tenía. Se veía como una persona incompleta y, en ese contexto, se puso de novia por primera vez.
“Yo sentía que nadie me iba a querer así como era, por eso cuando él se me acercó guau, no lo podía creer. Quedé enamoradísima, que alguien me dijera ‘te quiero’ o ‘linda’ era un montonazo. Primero me dio confianza para que me animara a sacarme el corpiño en la intimidad, pero resultó ser un violento y después se aprovechó de mi situación para descargar esa violencia. Me decía ‘mirate lo que sos’, que era horrible, que nadie me iba a querer excepto él”.
Nerea se había criado en un ambiente de violencia familiar por lo que no le resultó del todo extraño lo que estaba pasando. “A eso sumale el hecho de sentirme inferior, el no verme como una mujer, el no respetarme. Eso es lo peor: yo me había creído lo que me decía”. Necesitó dos años para terminar esa relación pese a que él iba a buscarla a la escuela, la agarraba de los pelos, le daba piñas y la obligaba a faltar cuando se le antojaba quedarse con ella.
Hubo años de soledad hasta que en 2014 Nerea logró comenzar una relación con Nicolás, que sigue siendo su compañero de vida. Tenía 22 años, empezaba a sentirse mejor “pero, de un día para el otro, pasó lo de mi hermano”. Su hermano, que tenía 17 años, amaneció un día con un derrame en un ojo, le diagnosticaron leucemia y murió antes de que terminara la semana.
“Sentía que todo lo que yo había pasado no era nada comparado con eso: ver morir a una persona a la que amás y no poder hacer nada”. Nerea cayó al fondo de un pozo depresivo: “Estuve meses tirada en la cama, lloraba todo el día, bajé mucho de peso. Un año y medio después murió mi papá, tenía 46 años. Así que toqué fondo y tuve un intento de suicidio, me encontró mi pareja. Estaba rendida, le pedía por favor que me ayudara a morir. Me da vergüenza contar esto pero lo digo para mostrar lo importante que fue él, que me ayudó a buscar motivos para querer seguir viviendo, un propósito del que agarrarme”.
No fue, por supuesto, de un día para el otro. Pero en algún momento Nerea sintió que quería y podía estar bien. Que “estaba viva y que tenía la oportunidad de hacer mi camino, algo que a mi hermano y a mi papá les habían arrebatado”. De a uno, empezó a enfrentar los miedos: pese al pánico al agua que arrastraba desde que su mamá la había tirado a la pileta, se anotó en natación.
“Algo tan chico como empezar natación me dio una fuerza… es que ahí me di cuenta de todo lo que me había perdido: ir a una playa, a una pileta, unas vacaciones”. Hace 4 años, además, se puso prótesis y hace poco se tatuó los pezones, las areolas mamarias y le están terminando el tatuaje con el que cubrió todas sus cicatrices. Formalizó su relación con Nicolás, aceptó con alegría su pedido de casamiento, empezó a arreglar su casa y lanzó un emprendimiento propio de cocina vegetariana del que vive.
“Ahora me siento muy bien. Por primera vez, tengo una sensualidad que no sabía que podía tener; es raro decirlo pero me siento hermosa. Como te dije al principio: el problema no eran sólo mis cicatrices, yo no podía hacer nada para cambiar lo que me había pasado. El problema era cómo yo me miraba a mí misma”.
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