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Durante los años setenta y los primeros de los ochenta, la llegada de octubre provocaba un hormigueo de víspera. Se estaba siempre a la espera del gran anuncio. En muchos residía la esperanza (o la certeza oculta) de que un Nobel llegaría al país. Se lo esperaba con ansias para empezar una nueva aventura nacionalista, para autocelebrarnos como gran sociedad. Pero sabemos que a Jorge Luis Borges lo postergaron y nunca recibió el premio. En 1980 el Nobel de literatura fue para Ceslaw Mislosz, un polaco que acá desconocíamos. Nadie esperó a leer sus libros para señalar la injusticia que nos asestaban, año a año. La indignación en medios gráficos y radios llegaba a límites insólitos. “Una costumbre sueca”, llamó con simpatía Borges al hábito de la academia sueca de no tenerlo en cuenta.
Resulta paradójico que cuando el Premio Nobel llegó, el cuarto para un argentino en la historia, el otorgamiento en vez de orgullo y alegría y ser explotado por los medios, sólo provocó enojo e indignación. En realidad la costumbre sueca se mantuvo inalterable. El Premio Nobel de la Paz es facultad del Parlamento Noruego.
Las primeras horas de esa mañana de hace cuarenta años, la del 13 de octubre de 1980, fueron confusas. ¿Podrían estar equivocados los cables de las agencias noticiosas? ¿Cómo le van a dar el Premio Nobel de la Paz a alguien que nadie conoce?
Adolfo Pérez Esquivel era presentado como arquitecto, pintor y escultor de 49 años. En las notas se aclaraba que sus méritos artísticos eran escasos. También se señalaba que era el director del Serpaj, el Servicio de Paz y Justicia.
Hubo un largo silencio oficial que duró más de medio día. La primera reacción de los voceros del gobierno de facto fue de incómoda indignación. Pero aún por escrito los comunicados oficiales se parecían a tartamudeos, a balbuceos perplejos. Nadie vio venir el golpe. Y la piña dejó groggy al régimen durante un tiempo.
“Para sorpresa general, el Premio Nobel de la Paz fue otorgado a un pintor y escultor poco conocido, de nombre Adolfo Pérez Esquivel, que reside en San Isidro. Desde ese momento ni él ni el resto del país han sido iguales. la llegada del regalo del Comité Nobel del parlamento noruego es uno de los sucesos políticos más grandes que se ha producido en años”, escribió el siempre lúcido James Neilson en el Buenos Aires Herald.
Pasadas las primeras horas, los voceros oficiales se alinearon. La defensa (eso era aunque suene extraño: una especie de defensa a la entrega de un premio) se reencausó hacia el mismo rumbo por el que venía la postura oficial. El otorgamiento del premio era uno más de los elementos que integraban la campaña internacional contra el país. Sin embargo se veía a los funcionarios en estado de shock.
Un comunicado oficial dado a conocer el 14 de octubre decía (aunque no parezca está escrito en castellano): “Si dicho otorgamiento pretende utilizarse como una suerte de condena al Proceso de Reorganización Nacional, es necesario puntualizar que todo acto político o institucional requiere, para su correcta evaluación, del objetivo finalista que persigue y del tránsito elegido para su consecución”.
La parálisis inicial se transformó en la repetición constante de tres postulados. Se dijo que aunque él no lo supiera, Pérez Esquivel era un instrumento de los terroristas. Se esgrimía que vivía en su casa -alguna escribió “mansión”- de San Isidro y eso demostraba que no había persecución alguna. Y como último argumento subrayaban que los del Comité Nobel no tenían ni la menor idea de la realidad argentina.
Las declaraciones de Pérez Esquivel posteriores fueron serenas, se alejó de lo estentóreo. Se mostró moderado y hasta conciliador. Pedía restauración de la ley y la lista de los desaparecidos. Reiteraba los postulados cristianos en los que creía. Y refutaba a los que le decían que sólo condenaba la violencia de un lado recordando que se había expresado públicamente contra el secuestro de Oberdán Sallustro, presidente de la Fiat; en esa ocasión había iniciado un ayuno y una cadena de oración. Pero también, en su momento, se expresó contra los atentados que costaron la vida del coronel Larrabure, el capitán Viola y Paula Lambruschini y, antes, por la ejecución de Aramburu.
La reacción de la prensa local fue fría y desconcertada. Casi sin variaciones, los principales diarios titularon: “Se otorgó el Premio Nobel de La Paz a un argentino” sin poner el nombre en el título, sólo la foto, porque no era todavía conocido por el gran público. Algún editorial de La Nación pedía que el siguiente Premio Nobel fuera póstumo en nombre de una víctima de los grupos armados. Y las cartas de lectores se llenaron de reclamos indignados. Por ejemplo, una de ellas se tituló: El oprobio que vino del frío.
Clarín describió a Pérez Esquivel como un católico de izquierda y un taciturno arquitecto. También criticó la mirada sesgada del parlamento noruego: “En sus fundamentos las organizaciones extremistas que crearon inseguridad con asesinatos y bombas ocupan un espacio menor que los excesos de la represión”.
En El Cronista Comercial Mariano Grondona escribió: “Lo primero que hay que preguntarse, en política, es a dónde están los amigos. Y los enemigos. Y bien. Lo primero que salta a la vista en medio de la sorpresa provocada por el otorgamiento del Premio Nobel de la Paz de 1980 al arquitecto argentino Adolfo Pérez Esquivel, es que todos los enemigos de eso que la Argentina conquistó con sufrimiento y dolor entre 1976 y 1978 –precisamente la paz, la seguridad, la tranquilidad pública- aplauden su elección”
La Revista Gente entrevistó/interpeló al candidato tratando de sacarle alguna declaración rimbombante. El medio tono del Nobel lo hizo imposible. A la semana siguiente anunciaba en su tapa que habían viajado a Oslo a hablar con los responsables de la elección. Otro interrogatorio, poco fructífero, pero entretenido para leer.
Su discurso era muy similar siempre. En la revista Humor entrevistado por Mona Moncalvillo dijo: “Hablan de un ataque desde Europa a la Argentina. Pienso, en cambio, que los sectores que trabajan con honestidad no están atacando a la Argentina. Cuando hablamos del pueblo argentino es una cosa. Cuando hablamos del gobierno es otra cosa. Porque el gobierno actual, el gobierno que tenemos, no es un gobierno elegido por el pueblo. Entonces creo que hay que diferenciar y no confundir”.
La misma publicación fiel a su estilo zumbón jugó con la sorpresa y con la usual derrota borgeana. Así Borges, dibujado por Cascioli, sostenía una careta con el rostro de un sonriente Pérez Esquivel.
Con el Premio Nobel, por primera vez alguien representante de los organismos iba a tener voz tanto en los medios internacionales como en los nacionales y no sería un algo casi inaudible como hasta el momento ni tan fácil de distorsionar. Se suponía (y el gobierno temía) que funcionaría como las denuncias de Andrei Sajarov para la Unión Soviética. Todo eso traía el Premio Nobel (“Con el Nobel se modificó la balanza de poder entre los dispuestos a reivindicar cualquier medio con tal de que a su juicio sirva para promover sus fines y aquellos que insisten en que un crimen es un crimen sin tomar en cuenta quien lo ha cometido o por qué”, James Neilson, otra vez). Aunque si bien su figura y su voz ganaron espacio en diarios y revistas siguió estando censurado tanto en la radio como en la televisión. Tendría que esperar casi tres años para eso.
El Comité Nobel destacó que Pérez Esquivel era uno de los pocos que ponía luz entre tanta oscuridad. Pese a no ser tan conocido era un buen candidato si se quería darle relevancia a lo que sucedía en Argentina. Pérez Esquivel no estaba sospechado de haber integrado ninguna organización armada, no había tenido actuación partidaria, había sufrido la violencia estatal con la prisión y torturas injustificadas, había estado cerca de las “Madres de la Plaza”, integraba la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, era alguien muy cercano a la Iglesia, sus causas si bien se centraban en Argentina también alcanzaban al resto de América Latina y repudiaba el uso de la violencia.
Lo que se debe recordar es que la distinción a Pérez Esquivel llegó en un momento en que la imagen internacional del Proceso estaba completamente deteriorada. A las denuncias internacionales aisladas y hechas por unas pocas personas y organismos sin demasiada información dado el carácter clandestino de las acciones de la Junta que se empezaron a conocer a fines de 1976, en los dos últimos años se le habían sumado acciones concretas y de alto impacto que habían difundido el “caso argentino” en el mundo y que a pocos hacían dudar de la magnitud de las violaciones a los derechos humanos. Los grupos de boicot al Mundial 78, el mismo Mundial, la visita de la CIDH en 1979, el caso Timmerman ocupando las portadas de los medios de todo el mundo, la difusión de las rondas de las Madres de Plaza de Mayo y la solicitada firmada por personalidades que iban desde Borges a Menotti pidiendo por el paradero de los desaparecidos, fueron algunos de estos hitos.
Los militares argentinos prefirieron seguir en su estado de cerrazón imbécil creyendo que si ellos atribuían todo a la subversión internacional estarían cubiertos. El discurso oficial había sufrido algunas modificaciones pero eso no era signo de apertura sino de mayor clausura. El aluvión de hechos internacionales en contra y de denuncias fundamentadas fue respondido por el máximo responsable político del Proceso en esos días y futuro presidente, General Viola: “Un ejército victorioso no tiene que dar explicaciones. Si en la Segunda Guerra hubieran ganado las tropas del Reich, el juicio no se habría hecho en Nüremberg, sino en Virginia”.
La mejor respuesta llegó de nuevo desde la máquina de escribir de James Neilson: “Se presume que Viola es un moderado: si los moderados creen que lo único malo que hicieron los nazis fue perder la guerra, a una persona de mentalidad normal le sería sumamente difícil concebir lo que opinarían los duros”.
Pero la sorpresa de los voceros del Proceso era algo fingida. Pérez Esquivel hacía tres años que era postulado para el Nobel. Es más en algunos medios, más de dos años antes y con el arquitecto detenido, se indignó con la posibilidad. En medio del Mundial 78, la revista Somos escribió: “Se sabe que Amnesty International está organizando una intensa campaña para lograr que este año el Premio Nobel de la Paz sea concedido a un ciudadano argentino, Adolfo Pérez Esquivel actualmente detenido a disposición del Poder Ejecutivo por haberse hallado en su poder material subversivo. En Washington y en otras ciudades europeas se ha interesado a personalidades prestigiosas en tal candidato. A no dudarlo, su eventual elección puede afectar tremendamente al gobierno argentino. Y no debe olvidarse que Amnesty, una de las principales organizaciones propulsoras del boicot contra nuestro país y de innegable simpatía hacia el marxismo, obtuvo el año pasado el galardón que concede el gobierno de Suecia, muchas de cuyas principales figuras han firmado notas en contra de la Argentina y a favor de los extremistas”.
Adolfo Pérez Esquivel fue enviado a su domicilio el 23 de junio de 1978; tan sólo dos días antes de la final entre Argentina y Holanda. La presión internacional hizo que fuera sacado de la cárcel 14 meses después de su detención. Pero no fue liberado porque permaneció otros 14 meses en un régimen de libertad vigilada. En todo ese tiempo no se lo procesó por ningún cargo. Sólo en el momento de la detención se hizo una acusación genérica de “posesión de material subversivo”. En la cárcel sufrió varias sesiones de tortura. Estuvo como otros presos a “disposición del Poder Ejecutivo” eufemismo que deseaba explicar las detenciones sin causas judiciales detrás.
La Campaña Antiargentina no era más que el nombre que la dictadura le dio a las denuncias contra las violaciones a los derechos humanos en el país. “Fue un slogan que tuvo un enorme impacto social. Mucha gente creyó que se atacaba al país y lo hizo parte de un ideario político” dice la historiadora Marina Franco.
Es una directiva emitida por la Cancillería argentina a todos sus empleados en el exterior en agosto de 1977 en la que se la define a la perfección: “La República Argentina es objeto de una intensa campaña de desprestigio a nivel internacional, instrumentada por bandas terroristas que actuaron en nuestro país y que, actualmente, se encuentran en el exterior”.
Esa batalla que entabló el gobierno militar contra lo que llamaban la Campaña Antiargentina, por más disparatada o ingenua que pueda resultar al ser analizada hoy, tuvo una gran eficacia interna en esos días. Logró asociar, como quizá nunca antes, la imagen del gobierno a la del país. Los argentinos no consideraban que se hacían críticas al gobierno y a sus métodos represivos, sino que quienes denunciaban violaciones a los derechos humanos dañaban la imagen del país.
En este panorama hasta pareció normal el aire indignado que recorría las páginas de muchos medios argentinos tras el otorgamiento del Premio Nobel de la Paz. De los diarios nacionales sólo La Nación dispuso de un enviado en Estocolmo para la entrega del premio en diciembre de 1980.
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