En tiempos donde la espontaneidad parece ser el nuevo valor supremo, las formas han pasado a segundo plano. Ser “auténtico” se convirtió casi en sinónimo de “decir y hacer lo que se quiere”, sin medir consecuencias ni contextos. Sin embargo, cuando se trata de quienes representan instituciones, esa autenticidad sin filtro empieza a mostrar sus grietas.
El presidente Javier Milei ha roto con los moldes tradicionales de la política argentina. Su estilo directo, sus apariciones en shows, su lenguaje descontracturado y su modo de mostrarse en redes lo posicionan como un líder distinto. Pero también plantean una pregunta inevitable: ¿se puede separar a la persona del rol?
Cuando quien porta la banda presidencial dice “ahora me pongo el traje de presidente”, está asumiendo que puede quitárselo. Y es precisamente ahí donde empieza la tensión.
Una investidura no es un disfraz, ni un personaje que se interpreta según la ocasión. Ser presidente, docente, juez o policía implica representar valores que trascienden lo individual. Son roles que no se abandonan al final del día, porque el impacto de las acciones —y del ejemplo— continúa más allá del escenario o la cámara.
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