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El valor histórico del voto argentino contra la dictadura venezolana

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El dictador Nicolás Maduro EFE/Prensa Miraflores
El dictador Nicolás Maduro EFE/Prensa Miraflores

A principios de los años 50, mi padre y mi abuelo tuvieron una discusión tan trascendente que, poco tiempo antes de morir, el primero aun la recordaba. En el momento de esa discusión, mi padre tenía apenas poco más de veinte años y era un militante comunista generoso, convencido y entregado. Eso no era casualidad. Mis abuelos eran inmigrantes de izquierda –aunque no comunistas— y toda la familia había sido conmovida por el rol de la Unión Soviética durante la Segunda Guerra. Pero, con el paso de los años, al parecer, mi abuelo se desencantó. Un día, durante una visita, le mostró a mi papá el título de un diario:

-¿De esto tampoco vas a decir nada?— le reprochó.

El título informaba que José Stalin, el líder soviético al que mi padre admiraba, había fusilado a media docena de escritores judíos comunistas, muy populares entre los judíos de izquierda de todo el mundo.

-Pero, papá, es la prensa burguesa la que informa eso —se defendió mi viejo.

Mi abuelo le respondió:

-Entonces me gustaría verlos, que aparezcan en una foto, que salgan de gira por el mundo.

Años después, José Stalin murió, y su sucesor, Nikita Kruschev, reveló todos sus crímenes: entre ellos, el de los escritores judíos. Stalin había asesinado a cincuenta millones de personas. Aquel día, cuando se enteró de que no eran “mentiras de la prensa burguesa”, mi papá –que era comunista por las buenas razones- empezó a dejar de serlo. Creía que un hombre de izquierda jamás debía estar del lado de los torturadores, de los crímenes de estado. Y así lo creyó hasta su muerte.

Recordé muchas veces esa antiquísima discusión entre mi padre y mi abuelo durante estos años en los que, progresivamente, el mundo se fue enterando de las estremecedoras violaciones a los derechos humanos que se producían en la Venezuela de Nicolás Maduro. La pregunta que mi abuelo le había formulado a mi padre -¿de esto tampoco vas a decir nada?- era, de nuevo, pertinente, pero ya no dirigida hacia mi padre, que al fin y al cabo era un militante muy joven, sino hacia los líderes de las fuerzas políticas latinoamericanas que se reivindicaban progresistas, de izquierda, nacionales y populares. Los informes sobre las violaciones a los derechos humanos se apilaban y, sin embargo, ni Luiz Inácio Lula da Silva, ni Cristina Kirchner, ni Evo Morales, ni Rafael Correa, ni siquiera el moderado y sabio Pepe Mugica decían nada: tampoco la militancia de sus partidos. ¿Era todo un complot del imperialismo? ¿Era, otra vez, una infamia de la prensa burguesa?

El martes pasado, el Gobierno argentino rompió con esa complicidad. El voto emitido en las Naciones Unidas en respaldo al lapidario informe elaborado por la comisión que preside Michelle Bachelet es la primera condena contra las violaciones de derechos humanos en ese país que produce un estado gobernado por una fuerza que se reivindica progresista y que, además, sostiene una política exterior no alineada con los Estados Unidos. Es el mismo Gobierno, por ejemplo, que concedió asilo a Evo Morales luego del golpe militar que lo obligó a exiliarse sin que hubiera una sola condena en su contra.

El presidente Alberto Fernández
El presidente Alberto Fernández

Curiosamente, ese gesto del Gobierno argentino en las Naciones Unidas lo dejó en soledad. Podría haber sido reivindicado por la dirigencia del Frente de Todos, por su militancia, como un gesto que pertenece a las mejores tradiciones de la diplomacia porque privilegia la denuncia de las violaciones a los derechos humanos antes que el alineamiento ideológico. O como una decisión que le otorgara autoridad moral para reclamar gestos similares frente a gobiernos dictatoriales de otros signos políticos. Fue recibida, en cambio, en silencio. Peor aún: los únicos que hablaron –Alicia Castro, Juan Grabois, Hebe de Bonafini- lo hicieron en contra. Por su parte, la oposición, que reclamaba ese voto, no tuvo la generosidad de reconocer su importancia.

Las dictaduras siempre argumentan lo mismo para justificarse: hay una amenaza externa, hay una amenaza interna, hay violaciones a los derechos humanos en otros lados y “nadie dice nada”. Así hablaban Hitler, Stalin o Videla. La manera de saber si dicen lo cierto o no es encontrar informantes imparciales. Los crímenes del gobierno venezolano se conocen desde hace muchos años y han sido denunciados por organismos a los que nadie en su sano juicio podría acusar de ser pronorteamericanos.

Alicia Castro y Alberto Fernández
Alicia Castro y Alberto Fernández

Las primeras denuncias provinieron de Amnesty International y de Human Rights Watch, que son las mismas organizaciones que denunciaron la represión de los carabineros chilenos durante las manifestaciones del año pasado, o los asesinatos de la dictadura boliviana en las semanas posteriores a la toma del poder. Luego llegó el turno de Michelle Bachelet, la ex presidenta socialista de Chile, perseguida por la dictadura de Augusto Pinochet. ¿De verdad alguien puede pensar que Bachelet denunció esos crímenes a sabiendas de que eran falsos? Quien quiera más datos del horror puede consultar las páginas de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos o de Reporteros sin Fronteras.

Todos ellos, una y otra vez, constataron que miles de disidentes venezolanos fueron sometidos a torturas, secuestrados, golpeados, asesinados. Ninguna de estas organizaciones reprochó esas conductas al gobierno de Lula o al de Cristina o al de Evo, simplemente porque en sus países no ocurrieron: ni Lula ni Evo ni Cristina eran represores ni torturaban gente. ¿Por qué no se distanciaron a tiempo? ¿Qué es lo que hizo que la dirigencia progresista callara? Si era el precio a pagar para defender la “unidad antiimperialista”, como lo sostuvieron algunos de los que criticaron la decisión de Fernández, era un precio demasiado alto. Nada más suicida para la “unidad antiimperialista” que mancharla con sangre de seres humanos.

Pero, además, ¿cómo puede ser que sectores políticos que habían vivido en carne propia la persecución y el exilio, callaran ahora que quienes los provocaban eran sus amigos? ¿No sentían en carne propia lo que ahora le pasaba a otros? ¿No veían a los miles y miles de venezolanos que empezaban a poblar las capitales del continente? ¿No hablaban con ellos? ¿No los conmovía su exilio, su nostalgia, su desamparo? ¿No percibían, además, que el silencio los dejaba en una situación muy endeble? Porque, ¿quién tiene derecho a denunciar a Bolsonaro o a Jeanine Añez si calla los crímenes de Maduro? ¿No se daban cuenta de que tolerar la ruptura de la democracia en un país, luego de todo lo vivido en los setenta, complicaría a todas las democracias de la región, como lo hizo? Y, por si hubiera pocas preguntas, ¿no percibieron que la complicidad con Caracas era un elemento clave para que surgieran liderazgos horribles por derecha?

En cada campaña electoral, sus candidatos debieron responder preguntas sobre Venezuela. Las respuestas eran vergonzosas, titubeantes. Aquí en la Argentina, una enorme corriente gritaba “Macri, basura, vos sos la dictadura”. Pero callaba frente a las atrocidades de sus socios venezolanos.

El voto de la Argentina en las Naciones Unidas ordena todo eso. Seguramente en el proceso que llevó a esa decisión influyó la necesidad de obtener un acuerdo con el Fondo Monetario, donde los Estados Unidos tienen una gran influencia. La política está llena de esas cosas. Los gobiernos, sobre todo en condiciones de debilidad, deben hacer concesiones. Pero, en este caso, ¿cuál sería la concesión? ¿respaldar un informe de una ex presidenta socialista donde se denuncian violaciones a los derechos humanos? ¿por qué razón una persona democrática o humanista se negaría a hacer semejante cosa?

El gobierno venezolano acusó a la Casa Rosada de pasarse “del lado de los verdugos”.

Hay otra mirada posible.

Tal vez dejó de estar del lado de los encubridores.

El tiempo dirá cuan firme es su convicción.

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