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La banalización de la clase dirigente argentina

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Borgen
Borgen

Borgen, nombre de la sede del Gobierno dinamarqués y serie de moda por estos días, sigue haciendo de las suyas. Si nos ponemos a analizar la forma en que se vive en un país tan lejano y diferente del nuestro, los contrastes que encontramos son escalofriantes.

Dinamarca es un país previsible, con una clase dirigente respetuosa de las instituciones, y un sistema de país que premia al que hace las cosas bien y castiga al que las hace mal. El país lleva un rumbo, más allá de que el partido gobernante sea de izquierda, derecha o moderado. Parece una fórmula simple. Y lo es.

Hoy en la Argentina un billete de doscientos pesos equivale a “un” dólar americano. Algo que era impensado en diciembre de 2019, pero una estrepitosa realidad en octubre del 2020. Lo difícil es convertir en pobre a un país que era rico, y nosotros lo logramos. En esto todas y todos somos responsables, como ciudadanos de a pie y votantes que al momento de concurrir a las urnas estamos definiendo el modelo de país en el que históricamente nos han tocado vivir.

A los argentinos no nos importa la corrupción cuando la economía anda bien, pero sí nos preocupamos cuando estamos mal. Este contrasentido que viene con el ADN del ser nacional puede ser una explicación de por qué votamos como votamos, y esto último de por qué estamos como estamos.

La banalización de la clase dirigente argentina es hoy una realidad, en la que pagan justos por pecadores. Hay buenos, malos… y muy malos. Pero a todos se los pone en la misma bolsa.

La noción anterior se hace patente en la conflictividad social que vivimos actualmente y su claro correlato con el fracaso actual de la Argentina en todos los niveles. Somos un país que fracasó como modelo de nación. Sencillamente no tenemos un modelo viable. Muchos nos preguntamos ¿cuándo se jodió nuestra nación? Varias son las respuestas y todas tienen algo de razón. Por eso es mejor empezar por otra parte. Y dejar ese análisis para los historiadores.

Esto nos lleva directo al desplazamiento de las prioridades: ¿cómo pensar, por ejemplo, en educar mejor a un niño carenciado cuando ni siquiera tiene agua potable para lavarse las manos y al menos un plato de comida por día asegurado?

Y ese desplazamiento de las prioridades, también se traduce en un mayor y más preocupante índice de inseguridad ciudadana. La trágica muerte esta semana de una beba en Dock Sud, cuando su madre fue a “comprar el pan” en un tiroteo callejero es un triste ejemplo, entre muchos, de que no es una sensación, sino una realidad concreta y palpable. En Copenhague se vive muy diferente que en el “AMBA”.

La marginación actual de los más marginados solo se explica en el fracaso rotundo por décadas de las políticas públicas.

Como me dijo un viejo y sabio político, hoy retirado, frente a mi pregunta de ¿qué nos está pasando? ¿Sabes tordo? Nos faltan más nombres de calles. Le dije que no entendía. Me respondió: Claro, la decadencia de hoy se explica porque nos faltan más nombres de calles: no tenemos nuevos San Martín, Belgrano, Urquiza, Roca, Alberdi, ponele el nombre que quieras, pero no da el pinet ni para que sean el nombre de una cortada.

Los laburantes de a pie (o sea los que no tienen autos con chofer pagados por el Estado, la empresa, el sindicato o el organismo de turno), son los que sufren de la manera más cruda que se puede intelectualizar los males que desde la política no se han sabido solucionar.

No tenemos estadistas de fuste que piensen un modelo de país viable. Lo banal abunda en la clase dirigente. Los que son “los mejores”, y los hay, son tan pocos que no alcanzan en número para generar un cambio serio y consistente, donde la mitad de la sociedad quiere ir para la izquierda y la otra mitad para la derecha.

En la práctica los políticos “profesionales” parecen marineros del Titanic, sacando el agua con cucharitas de té. Hacen lo que pueden, se esfuerzan, dejan todo, trabajan 20 horas por día, pero el método que utilizan sólo tiene un resultado posible: el fracaso. Pero no lo cambian, y ese es su principal pecado.

Las contradicciones en las que vivimos (se toman medidas para bajar el dólar y éste se convierte en bicentenario, solo por poner un ejemplo), dan lugar a los conflictos sociales, las grietas, la falta de rumbo y el fracaso final como resultado de todo lo que se intente.

Con doscientos veinte días de cuarentena sobre nuestras espaldas, ya superamos el récord del millón del infectados, y con un nivel de decesos por millón de habitantes impactante, superando las muertes por millón que tiene Dinamarca. Las comparaciones siempre son odiosas.

¿Qué pasó en estos siete meses de cuarentena? Conseguimos más de un millón de infectados, más muertos por millón de habitantes, la población está física y mentalmente agotada. Económicamente quebrada. La inseguridad explota por todas partes. La educación, sobre todo de los más necesitados casi paralizada por la falta de recursos, las instituciones nacionales que funcionan como pueden, no como “deben”. Y todo esto, con un dólar bicentenario.

En el mundo analizan las razones de este fracaso. La mala noticia es que todo esto va a seguir empeorando. Los números son fríos y marcan los datos que debemos analizar. La realidad es dura, nos choca de frente y a “doscientos” por hora con el fracaso nacional y popular. El declive de nuestra nación es directamente proporcional al declive que fue teniendo con los años la clase dirigente en su gran mayoría, salvo honrosas y escasas excepciones.

Los grandes estadistas, con la mirada en el futuro, pero los con los pies en el presente, que jamás antepondrían su interés personal al de la nación, son hoy una muy rara avis. Borgen no es La Rosada.

Nuestra política exterior parece en estos momentos una clara muestra del desconcierto que tenemos como nación y de la falta de un liderazgo de largo aliento.

La educación, tanto para los hijos de las clases acomodadas, como para los de los laburantes de a pie deja tanto que desear que nos coloca en las antípodas del modelo que soñó Sarmiento. No somos una nación ordenada, bien dirigida, y, por sobre todas las cosas bien planeada de cara al futuro. ¿Como nos verían hoy San Martín y Belgrano?

Se ha banalizado la política a consecuencia de cómo se muestra la política abiertamente. No tenemos una camada de líderes de estirpe, solo unos pocos que hacen lo que pueden. Otros sobresalen, por ejemplo, al besar los senos de su pareja en plena sesión de la cámara de diputados o proponer proyectos de ley que son directamente ridículos y que no tienen nada que ver con lo que le interesa a la población. Mientras otros funcionan como soldados autómatas sin pensamientos propios.

También existen, por suerte, los que -sin perjuicio de su bandera política – cumplen con el paradigma de que los “políticos deben ser mas morales que el resto de la población”. Lamentablemente les falta alzar aún más su voz y hacerse escuchar más fuerte.

La Argentina de las cinco pandemias (salud, educación, economía, seguridad e instituciones) nos coloca en la imperiosa necesidad de repensar y, por, sobre todo, consensuar, un proyecto de país, que nos saque del subdesarrollo, con 7.000.000 de argentinos sin agua potable, y más de la mitad de los argentinos bajo el nivel de pobreza, para llevarnos a un país mejor.

Estamos en el peor momento de nuestra historia. Prácticamente la mitad de la población de nuestra nación no está en condiciones de cubrir sus necesidades básicas, con un altísimo porcentaje de niños y adolescentes.

¿Quién es el responsable de esta tragedia nacional y popular? Todos somos responsables. La historia de un país anómico y bobo, que se ha ido empobreciendo año tras año durante largas décadas, deja a las claras el fracaso estrepitoso de nuestros líderes y de la poca responsabilidad con que se trata el futuro de nuestra nación. El precio que tiene el dólar hoy es precisamente, el precio del miedo al futuro.

Argentina llegó a ser una potencia. Un país donde la gente quería venir a vivir, no un país, como ahora, del que la gente se quiere ir. Estamos obligados a preguntarnos ¿Qué nos pasó? Y, en ese análisis, tengo para mí que la banalización de la clase dirigente ha tenido un alto porcentaje del fracaso nacional. Ser dirigente político es un honor, una responsabilidad. Por eso, repetimos, tienen la obligación de ser más “morales” que el resto de los ciudadanos.

Lo que sigue es una pregunta: ¿qué estamos haciendo tan mal, que no nos damos cuenta y lo seguimos haciendo tan bien que cada vez estamos peor?

El problema del trabajador de pie, cada mañana cuando se levanta para ir a “laburar” es muy concreto: ¿cómo le da de comer a su familia?

Por eso insistimos en que, con los guarismos actuales de la economía nacional no es posible continuar viviendo con un esquema donde más de la mitad de los argentinos sigue dependiendo del subsidio del Estado para subsistir.

Hay que buscar la forma de comenzar un círculo virtuoso que lleve a ese trabajador de a pie a progresar socialmente. Que la prioridad no solo sea la alimentación de su familia, sino la educación de sus hijos y el mejoramiento general de su calidad de vida. El hoy olvidado ascenso social.

Le queda a la clase dirigente hacer su parte. El tobogán que en que se convirtió la Argentina aún no encuentra su piso.

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