
En las relaciones de pareja, amistad o familia, solemos medir el afecto según lo que el otro hace, dice o demuestra. Pero el verdadero crecimiento emocional llega cuando dejamos de esperar y aprendemos a respetar el modo de ser y accionar de los demás, incluso cuando no coincide con el nuestro.
Hay un punto en la vida en el que uno se cansa de esperar. De esperar que el otro entienda, que reaccione, que devuelva lo que uno da. Y no se trata de volverse indiferente, sino de comprender que cada persona tiene su propio ritmo, su historia, su manera de amar y de expresar.
Esperar es humano, claro. Queremos sentirnos correspondidos, valorados, elegidos. Pero cuando la espera se vuelve una medida del cariño, el vínculo empieza a doler. Porque sin darnos cuenta, ponemos al otro en el lugar de quien debe cumplir nuestras expectativas. Y eso es una forma sutil de control: querer que el otro sea como nosotros necesitamos que sea.
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