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la trágica vida del último mago del fútbol boliviano

“Así, Mago. Eso Mago”, grita entusiasmado el vasco Xabier Azkargorta. La escena sucede en La Paz, en pleno entrenamiento preparatorio para un partido de esas Eliminatorias, que pronto quedarán para siempre en la historia del fútbol de Bolivia, de Sudamérica y de todo el mundo. El Mago es el modo en el que el entrenador del bigote frondoso (“El Bigotón”, como lo llaman los que lo conocen y los que lo quieren aunque no lo conozcan) elige llamar a Ramiro Castillo. Desde sus días de niño en Coripata, Provincia de Nor Yungas, todos lo conocen como Chocolatín. Su piel negra y su tamaño breve hacen del apodo una obviedad.

Pero lo que le grita Azkargorta también es una obviedad: Castillo es mago, mago de fútbol. Como su condición física (164 centímetros y una delgadez extrema) no le permiten ganar en el contacto él se las ingenia para vencer a su modo y manera. Evita los embates con lo que mejor sabe hacer: pases precisos para el compañero mejor ubicado, mirada periférica, inteligencia para encontrar los espacios vacíos y convenientes, capacidad para sorprender en espacios reducidos. Una suerte de Bochini del Altiplano.

Brasil hasta aquel 25 de julio de 1993 jamás había perdido por las Eliminatorias. En los 3600 metros de La Paz, en el Hernando Siles -territorio popular allá en lo alto- llegó el estreno de la decepción. Bolivia se impuso 2-0 a los verdeamarelos tantas veces triunfadores desde los tiempos en los que Bellini levantó la primera de sus cinco Copas del Mundo. Nadie lo podía creer. Ni los locales que llenaron su estadio ni cualquier ajeno a esa inmensa alegría de La Verde. Fue una fiesta la ciudad, el país, el alto, el llano, los campesinos, los ricos de Santa Cruz de la Sierra, los pobres de tantos rincones. Todos. El estado plurinacional era un grito de fútbol.

Bolivia tenía un equipo valioso. Y un conductor, El Bigotón, que tenía muy claro el camino. Contaba entre sus figuras al arquero argentino -nacionalizado boliviano- Carlos Trucco, al Diablo Marco Etcheverry y a Julio César Baldivieso. Ellos festejaron aquel triunfo épico en simultáneo con una escena que despertaba ternura: Chocolatín Castillo se paseaba en una suerte de vuelta olímpica recortada con José Manuel, su hijo de tres años en los hombros y con una sonrisa inmensa que parecía desmentir esa timidez que le adjudicaban en el fútbol argentino.

Castillo se dio el gusto de jugar el Mundial de Estados Unidos del año siguiente. Usaba el número 20 y era la principal variante del mediocampo en ofensiva. Usaba el número 20 en la espalda. En el partido inaugural de esta Copa del Mundo, La Verde enfrentó al defensor del título, Alemania. Perdió 1-0, en el Soldier Field de Chicago. No estuvo lejos de generar otro asombre ante otro gigante. Luego llegaron el empate sin goles ante Corea del Sur y la derrota (3-1) ante España. Castillo apenas jugó ocho minutos en la despedida. Al cabo de ese Mundial, el campeón fue Brasil. Sí, el mismo Brasil de aquella derrota que se sigue recordando en Bolivia. Recordar, del latín re-cordis: volver a pasar el corazón.

Pero hubo un día en el que la vida se le cayó toda entera sobre él, sobre ese cuerpo frágil, esta vez más frágil que nunca. El día que podía ser el más feliz se transformó en un dramático laberinto. El 29 de junio de 1997, Bolivia estaba lista para ir tras los pasos de su segundo título en la Copa América, tras la obtenida en 1963. Como local, enfrentaba en la final de la principal cita continental a Brasil. Castillo realizaba la entrada en calor cuando una noticia lo golpeó para siempre: su hijo mayor, el mismo que había festejado sobre sus hombros la gloria de aquella victoria memorable, había tenido que ser hospitalizado de urgencia. Tenía una hepatitis fulminante. Castillo se fue a su lado. José Manuel murió dos días después y Chocolatín no le pudo poner palabras a tanto dolor.

Poco más de tres meses después, el 18 de octubre, Castillo dijo basta callando. Esa corbata con la que decidió colgarse le quitó el último de sus suspiros. Se suicidó a los 31 años.

Las condolencias comenzaron a llegar desde todos lados.el vicepresidente de Bolivia, Jorge Quiroga; Azkargorta; el presidente de la Academia Tahuichi, Rolando Aguilera, y el defensor boliviano Juan Manuel Peña, otra de las figuras de aquel seleccionado. El municipio de Coripata, declaró un duelo de tres días, con suspensión de todas las actividades. Por esas horas, Bolivia era un desconsuelo por cada resquicio. Hubo silencio de duelo en todo el país. El clásico entre Bolívar y The Strongest no se jugó. Estaba claro: todos necesitaban tiempo para llorar al crack que ya no estaba. Al queridísimo Chocolatín.

Castillo fue también conocido y querido en el fútbol argentino. Su recorrido: Jugó en Instituto de Córdoba (1987-88, 27 partidos, 1 gol), Argentinos (1988-90, 69 partidos, 8 goles), River (1990-91, 10 partidos, 1 gol), Rosario Central (1991-92, 16 partidos) y Platense (1993-94, 23 partidos, 1 gol). En total, 118 encuentros y 10 goles. También lo describen las palabras de quienes lo vieron jugar. Nito Veiga lo dirigió en los días encantadores de aquel Argentinos que peleó el título con Oscar Dertycia como goleador. Señaló en esos tiempos: “Si Chocolatín tuviera la camiseta de Argentina o de Brasil, valdría millones de dólares”. En Platense, Pablo Lavarra -hincha y seguidor- señala ahora: “Su fútbol era un deleite, un lujo que nos dimos en Vicente López”. Oscar Barnade -periodista e historiador- contó en esta redacción que Castillo era hasta que decidió irse “el mayor ídolo del fútbol de su país”.

Cada vez que Bolivia juega, sobre todo en La Paz y por las Eliminatorias, su nombre aparece en la añoranza y en las palabras que lo cuentan, que los recuerdan con el cariño que supo construir. Es una certeza; eso seguirá sucediendo de generación en generación. Este fabricante de alegrías se ganó el cielo de La Paz. Su pueblo lo sabe.

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